Una vez el gas ha sido regasificado, o bien ha finalizado su recorrido a través de la red principal de gaseoductos, es inyectado o derivado a las redes de distribución locales para que llegue hasta los puntos donde se aprovechará su energía calorífica.
La red de distribución consiste en un conjunto de tuberías interconectadas por donde el gas circula a presión. No todas las conducciones tienen el mismo diámetro, sino que a medida que se acercan al usuario se hacen más estrechas. Cuando el gas cambia de una tubería principal a una secundaria, la presión a la que avanza se reduce a fin de adaptarse a las características de la nueva conducción, proceso que realizan les llamadas cámaras de regulación, un conjunto de aparatos –filtros, reguladores, contadores, manómetros– instalados en la superficie terrestre o en cámaras subterráneas.
El suministro de gas natural al usuario se puede hacer a baja, media o alta presión. En los dos últimos casos, en que se utilizan para aplicaciones industriales, hace falta instalar una estación de regulación que tiene por objeto medir el gas consumido y adecuar la presión a las necesidades de los diferentes equipos de combustión. En el caso de las viviendas, el gas natural llega a baja presión y no es necesario instalar ningún equipo de regulación, solo el contador.
La cadena energética del gas natural se cierra con su utilización por parte del usuario. De esta manera, después de un viaje de miles de kilómetros de tuberías, el gas llega finalmente a su punto de destino sin haber experimentado prácticamente alteraciones químicas. Es el final de un proceso que empezó en el momento en que fue extraído de su confinamiento milenario.
De todos los combustibles de origen fósil, la cadena energética del gas natural es la más sencilla. Se inicia con la prospección, la extracción y el tratamiento, continúa con el transporte y el almacenaje, y finaliza con la distribución al usuario. En todo el camino, el gas casi no experimenta cambios químicos.